Aunque cueste o duela

Autora: Mariely Hernández / Ilustración: Adriana Freites

El sol resplandece como en cualquier otro día de verano, el pasto bajo mis pies se ve verde y húmedo, pero el muro que parece tocar las nubes y perderse en el bosque, rompe el encanto. Rodea todo el palacio, no para que “algo” no logre entrar, sino para que yo no pueda salir, aislándome del mundo real y privándome de lo que todos en el exterior conocen como una “vida propia”.

No sé por qué otras niñas sueñan con ser princesas. Tienes que ver muchas clases aburridas, de etiqueta, idiomas, ballet, equitación y esgrima, debes vivir sin poder ponerte unos simples jeans o usar ropa común de algodón, sin reír a carcajadas o poder jugar como cualquier otra niña, con temor a ensuciarte, viviendo bajo tontas tradiciones y “cuidando tus amistades”. Siendo una princesa prisionera en su propio palacio, literalmente.


Lo más cerca que puedo estar de “afuera”, es cuando me tiro junto al pasto a un lado del muro, escuchando o imaginándome ─ni siquiera lo sé─ el ruido de la naturaleza en el exterior. Algunas veces escucho los sonidos de asombro de niños curiosos que se acercan desde el otro lado. Ojalá pudiéramos cambiar de lugar. No puedo verme, pero sé que mi cabeza calva resplandece bajo el sol brillante. Aún me niego a usar peluca, odio la sensación del cabello sintético en mi cabeza, simplemente no me gusta tener algo falso en mí.


No me importa estar enferma, mi mamá siempre decía que “es una fortaleza mostrar vulnerabilidad”, y yo lo creo, si mi mamá lo decía debe ser cierto. Ella era muy sabia, era… De cualquier manera, las pocas veces que siento pena por mí misma, es cuando recuerdo mis rizos dorados, largos y resplandecientes, que bailaban con el viento, ni siquiera mi fobia a las agujas se ve tan mala frente al recuerdo de mi cabello.


Tampoco me interesa que mi rostro haya perdido su brillo y que mis mejillas ya no se vean sonrojadas, ─aunque me vea tan pálida como un fantasma─ ni que el dolor que siento sea tan fuerte que a veces no pueda levantarme de la cama, o los feos rostros de los médicos que en lugar de querer curarme parecen querer que mi vida termine.


Yo era una niña hermosa, “aunque no tengas nada, el tamaño de tu corazón siempre compensará lo que te haga falta. Eres hermosa y siempre lo serás aunque ni tú misma lo veas, porque llegará el momento en que la tristeza quiera hacerte ver fea, pero no la dejes. Siempre recuerda esto Rose: amate, lucha y vence, nunca dejes de sonreír, sueña y vive… y nunca olvides cuanto te amo”, me dijo mi madre antes de quedarse dormida por siempre para irse con los ángeles al cielo.


Mi enfermedad se llama “cáncer”, provoca que salgan bolitas en mi cuerpo llamadas “tumores”, que pueden ser buenos o malos. Si son buenos puede que la enfermedad no sea tan mala y el dolor sea más soportable, pero si son malos solo queda esperar el momento en que no puedas levantarte de la cama y el dolor sea insoportable.


Como antes era una niña algo traviesa y curiosa, me tocaron los tumores malos. Se encuentran en mis pulmones, primero estaban en sólo uno de ellos, pero crecieron, ahora son más y más grandes y como no caben en uno solo, ahora están en los dos. Muchas veces provocan que se me haga difícil respirar, por ellos perdí mi cabello y varias veces al mes tengo que ir a un cuarto llamado “habitación de quimioterapia”, para tratar de acabar con los tumores.


Mi padre el rey era muy alegre, bondadoso y unido a mí, a mi madre y a todos sus súbditos, pero tras la muerte de mamá y con la llegada de mi enfermedad todo cambió, él cayó en una profunda depresión y ya no es el mismo de antes. Por eso paso la mayor parte del tiempo sola, encerrada en mi habitación buscándole un “por qué” a las cosas. ¿Por qué estoy enferma?, ¿Por qué mi madre murió tan joven?, ¿Por qué mi padre no está tan presente como antes? Las preguntas vienen a mí como el dolor mismo, y no sé cómo responder las primeras, así como no puedo hacer que lo segundo pare.


Tal vez esa sea la única respuesta a las preguntas que siempre me hago y también la causa de mi dolor, puede que hasta sea la cura para mi enfermedad, puede que todo sea cuestión de voluntad. Entonces la verdadera pregunta es ¿Qué tan grande es mi voluntad? pero no sé cómo responderla.


Continuará

 

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